Compartimos hoy con ustedes una reflexión acerca de la comunicación, la educación y su relación con el paso del tiempo, esperamos que la disfruten...
Sobre el pasado y presente de la educación
O
Elogio a la docencia
El motivo: Un recuerdo
La mañana se sucede tímida y silenciosa. El aire, viciado de personas y olor a libros, alimenta los pasillos de esa escuela en la que supimos ser, alguna vez, niños. Y allí, en ese lugar del pasado estoy otra vez, sentada en un aula cualquiera, llena de la luz del sol que se refleja en el verde del pizarrón reluciente. La maestra de grado lo observa, ve su rigurosa carencia de líneas y se regocija en su conmoción por encontrarnos parecidos a ese magno manto verdoso, tan vacíos de saberes, tan carentes de virtudes. Detiene su reflexión: el reloj marca las ocho, ya es hora de asumir su sabihonda responsabilidad.
Nosotros la observamos en silencio: sabemos que hemos de comportarnos educadamente, que la educación es el camino al virtuosismo y que el saber callar es la más valorada de las virtudes. Y así estamos, con nuestros peinados impecables, nuestros zapatos impolutos, nuestro guardapolvo almidonado. Y blancos… ¡Ah, qué gracia, qué belleza! ¡Qué pureza absoluta!
Alumnos y docente frente a frente, dan comienzo a la clase. Alguien hace un ruido, a todos nos da risa pero nadie lo demuestra, la señorita se enojaría. Ella dibuja triángulos con su escuadra de gigante, nosotros nos reímos otra vez de las muecas que hace Juan. Al frente alguien la escucha hablar, nosotros le tiramos papelitos para que no se pierda lo que está sucediendo de este lado… Es sorprendente que no recuerde aquello que estudiábamos, sólo puedo acordarme de los amigos, de los chistes, de la voz aflautada y graciosa de la Señorita Ana…
Mi recuerdo se detiene: Veo la clase como una fotografía; la docente hablando de espaldas a nosotros, acariciando el pizarrón que se le ubica enfrente, vinculándose con él tan apasionadamente que pareciera que sólo hay espacio para dos. Del otro lado, nosotros, hablando de nuestra vida, de nuestra infancia, riendo con los ojos y con las bocas cubiertas por las manos. Me concentro en esta imagen… Ella y nosotros, tan cerca y tan distantes… como dos conjuntos sin intersección alguna, como dos historias con dos finales en un mismo libro… y dos principios, uno el saber, y el otro -el nuestro-… ¿Cuál sería?
Vuelvo apresuradamente a mi presente. Hoy, habiéndose sucedido casi veinte años de aquellos días, soy yo la que se inmiscuye en este guardapolvo de maestra. Me observo en el vidrio de la puerta del salón: mi imagen actual me asemeja a aquella señorita de mi recuerdo. Pero yo no quiero abrazar un pizarrón solo mío, no quiero olvidarme y ocultar a mis espaldas treinta jóvenes historias de otros saberes, de otras culturas, de otras riquezas… Quiero mirarlos a los ojos, librar mis manos de la esclavitud de la tiza, sentarnos en el suelo en una circunferencia perfecta y construir conceptos que estructuren nuestros futuros, llorar con una historia bella, una historia de alguien más que le permita a ese otro ser narrador y ser narrado, pero sobre todo aprender, aprender no sólo lectura y expresión, sino enseñarnos y asumir aquello que somos.
Comunicación lineal – Comunicación retroalimentaria
Me pregunto por qué aquella maestra habrá querido ser como ella era. Asumo que su amor por los niños era real, y que sus ideales eran autóctonos. Asumo, entonces, sus genuinas y buenas intenciones. En algún instante de su formación docente o personal habrá ocurrido algún suceso o una colección de hechos que marcaron sus sentimientos, su razonar y, por ende, sus acciones. Recuerdo haber comentado en el transcurso de mi formación algo al respecto, creo haber estudiado un texto vinculado a la temática. Lo recuerdo, es un capítulo de “la Nueva comunicación”, una recopilación de Yves Winlkin. Comprendo claramente. Mi docente creía que la comunicación era una función lineal, que ella debía hablarnos y nosotros escucharla, que ella era el saber y nosotros la ignorancia. Creía que nuestros espíritus frágiles sólo necesitaban ser moldeados por sus manos, conductoras de un saber elevado, de la magna verdad absoluta que tanto quitara el sueño a Kant, Hegel y Rorty. Mi maestra confiaba en su función homogeneizadora, en su rol autoritario y asimétrico que fomentaba la construcción de mi subjetividad desde una perspectiva del alumno-objeto de enseñanza. No deseo juzgarla por su supuesto “fracaso educativo”, ni por el nuestro, los que nos mirábamos los rostros sonrientes. De ningún modo la considero equivocada o capaz de ser excluida de nuestra historia escolar: sospecho que, aunque en apariencia inexacta, su existencia fue necesaria para construir la mía hoy, aún tan distantes ideológicamente la una de la otra. Creo que fue necesario que ella, en el afán de enseñarme, me olvidara (al igual que a mis compañeros) para poder hoy hacer partícipes a mis alumnos de este emocionante acto que es la educación, beneficiándonos todos aquellos que nos aunamos en pos de este proceso cognitivo, construyendo con él y a partir de él un mañana prospero y fecundo, que arrase con los errores del presente, que los reconozca y los acepte como parte de su historia, historia de una humanidad que crece, que decae y se eleva, que se construye día a día con cada uno de aquellos que nace, que vive, y que es llevado inocentemente a estas aulas, de las que elijo seguir siendo partícipe.
Alguien me toma del guardapolvo. Detengo mi reflexión: el reloj marca las ocho, debo asumir mi humilde responsabilidad.